Por Carlos Martínez.
De paso por la Usach, el dramaturgo recuerda las décadas en que el teatro dejó de ser entretención para transformarse en un potente vehículo de propagación de ideas y entrega un lapidario diagnóstico de nuestra sociedad.
A casi cinco décadas del estreno de “Los invasores”, el dramaturgo chileno Egon Wolf (84) echa una mirada a su intrincada carrera, que lo llevó desde la ingeniería química a las tablas, y analiza la vigencia de una de sus obras más emblemáticas, que vio la luz en 1963 bajo la dirección de Víctor Jara.
“Esta sociedad es una contradicción absoluta: nos invitan a ser generosos y morales en un modelo que tiende a la explotación y el abuso”, señala tajante el autor, de paso por la Usach, en esta entrevista donde recuerda sus inicios y la imposición paterna que lo obligó a cursar estudios universitarios formales. Sin embargo, la pasión por el teatro pudo más.
¿Cómo transcurrió su niñez, en una época donde la opinión de la familia era gravitante para decidir en qué desarrollarse profesionalmente?
Desde los ocho años escribía profusamente cuentos en alemán. Pero siempre con una actitud clandestina, porque mis padres no permitían este tipo de cosas. A mí me parecía absurdo. Esa inquietud estuvo latente, soterrada.
Mi adolescencia estuvo marcada por la Segunda Guerra Mundial. Chile rompió relaciones con Alemania y la empresa donde trabajaba mi padre fue requisada y mi padre quedó cesante. En ese período yo ingresé a la Escuela Militar, porque mi padre provenía de una familia prusiana con una larga tradición militar. Por una cuestión familiar yo debía ser cadete e ingeniero. Pero al ingresar a la Escuela Militar yo me enfermé de soledad, de los pulmones y a final del primer año me enfermé de tuberculosis. No comía, estaba muy triste, no quería estar en ese lugar y me salí de la Escuela y estuve tres años con esta enfermedad que no sanaba. En ese periodo fue cuando cultivé, aún más, mi labor literaria: me dediqué a leer y escribir en alemán
Al inicio de la década del 50 usted se titula de ingeniero químico, ocho años después presenta la obra “Mansión de Lechuza” ¿Cómo fue este periodo en que se cuajó su trabajo como dramaturgo?
Eso ha sido uno de los enigmas de mi vida. Yo soy ingeniero químico por un acuerdo con mi padre o más bien una imposición. Entré a ingeniería química en la Católica, pero debo ser honesto, fui un químico a medias, porque no estaba mi alma puesto en eso. Pero me titulé y trabajé en un área pionera: el estudio de algas marinas chilenas. Llegó el matrimonio y eso profundizó la decisión de continuar con mi profesión, pero siempre estaba la inquietud por escribir.
A los 28 años volví a tener un episodio de tuberculosis lo que, terminó, obligándome a cambiarme a una ciudad con mejor clima: Quilpué. En esta ciudad conocí a Eugenio Guzmán Ovalle, el director de teatro quien actuó en la obra de Arthur Miller: “La muerte de un vendedor”. Ahí me enamoré del teatro. La fui a ver diez veces, me conseguí los textos y con una falta de modestia impresionante me dije: esto lo puedo hacer yo. Ahí me embarqué en el teatro
Esa experiencia de transformación al ver la obra de Arthur Miller ¿qué provocó en usted?
Para mí “La muerte de un vendedor” es la mejor obra del siglo XX. Es una denuncia soterrada, es una bomba a la sociedad estadounidense. Todo eso me provocó que me sintiera muy identificado con la obra y me diera el impulso de escribir.
El dramaturgo Rolando Jara señaló que usted, en particular, y la generación del 50 y del 60, en general, lograron una significativa transformación del lenguaje escénico ¿Cómo cree que esta aseveración se ve reflejada en su obra?
Hay que pensar que la generación del 50 y 60 nació bajo el influjo de la muy buena literatura realista comprometida de esa época, sobre todo la americana y la francesa. La primera en el área social y político y la segunda, en términos filosóficos.
Es ese periodo, se empezó a dar una estructura académica al teatro en sintonía con lo que estaba ocurriendo en Europa. Se dejó de hacer del teatro improvisado, en ese momento en que yo comencé a escribir, en que toda esta generación se formó y que también fue la primera en entrar a la universidad a estudiar teatro. Todo esto ocurrió en el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, donde se crearon varias escuelas artísticas. Hubo una efervescencia cultural con la sucesión de gobiernos radicales. Fue un cambio fundamental: el teatro dejó de ser una entretención de fin de semana y se transformó en un vehículo para la propagación de ideas, en una época de gran agitación social y política.
Es imposible no hablar de una de sus obras más conocidas: “Los invasores”. En esta obra existe una tensión entre pobreza-riqueza que no deja indiferente a nadie ¿Cómo surge esta idea para crear una obra con esta pugna?
En esa época, cuando escribí “los Invasores”, existía una tremenda efervescencia, un afán de cambio. Estaba en el aire esa idea de que se podía cambiar la sociedad. Como fui criado en un ambiente de burguesía, pude ser testigo de la sensación de pánico en el sector burgués. Personalmente, aunque vivía en ese medio, tenía mi propio punto de vista. Soy un convencido que esta sociedad es una contradicción absoluta: nos invitan a ser generosos y morales en un modelo que tiende a la explotación y el abuso. Creo que los cambios que debe hacer la sociedad para no ser injusta tienen que ir acompañada de un cambio de los individuos.
Yo siento que somos muy imperfectos como seres humanos. Nacemos con un criterio muy imperfecto: la sociedad nos obliga a ser exitoso, estimula nuestras ambiciones personales y la codicia, nos llena de afanes y éxito personal y en el camino nos olvidamos de los demás y vamos dejando una serie de cadáveres en el camino. Chile es un terreno de explotación y los extranjeros vienen a enriquecerse a este país, eso me molestó siempre porque lo viví, me crié en esa lógica. En ese sentido fui un rebelde y terminé muy sospechoso para mi clase social al escribir “Los invasores”. Se me cerraron las puertas de casas, amigos me dejaron de hablar, problemas familiares muy graves que no valen la pena contarlos.
Bueno, inventé “Los invasores” para no caer en el folletín político que estaba muy de moda en esa época y que tampoco es eficaz, porque caricaturiza la situación. Por eso inventé este sueño-pesadilla de este industrial lleno de culpa, porque creo que hasta el día de hoy está lleno de culpa. Esa culpa se sumerge en el inconsciente, se arrastra y se lleva por dentro, porque no se puede vivir en una sociedad injusta. No se puede, sólo si se vive sordo y mudo, la conciencia te lo impide.
“Los invasores” no sólo me generó problemas con la clase alta, también con los sectores más comprometidos. Porque no era una obra clásica para atacar la burguesía, además es ambigua. Víctor Jara tuvo muchos problemas para montar la obra, el Partido Comunista le pidió que se retirara de la Dirección. El diario “El Siglo” realizó la peor crítica que he recibido en mi vida, la más virulenta crítica: qué cómo era posible que un burgués viniera a hablar de pobreza. Sostenían que “Los invasores” no era la representación del pueblo y claro, si es una pesadilla. Fue muy duro para mí.
¿Cuál es su opinión sobre la reescritura que hizo el dramaturgo Luis Ureta de la obra “Los invasores”?
El me contactó para pedirme reescribirla para un proyecto más bien privado, algo más bien modesto, pero después fue absorbido por lo que se hizo en Teatro a Mil. La reescritura me ha provocado varios problemas, incluso con mis hijos. Pero no tuve la fuerza de ir a verla. Amigos míos la fueron a ver y no tuvieron la mejor de las opiniones. “Los invasores” es una pesadilla, pero debe ser bastante creíble: la idea es que el espectador dude. Pero el problema del industrial y el pánico de su señora es concreto y a mí me consta porque yo vi esos estados durante esa época.
Un alcance. En la última pregunta señalan a Luis Ureta como dramaturgo. Él es director, el dramaturgo que reescribe Los invasores es Roldando Jara.
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