Por Nibaldo Acero.
Fotografía: Natalia Bustamante.
Aunque sea difícil creerlo, hubo un tiempo en el que existió algo llamado Romanticismo. No es mito, fue tiempo real, pero escaso. Un movimiento, una perspectiva, apenas una costilla rota de un descomunal mamut consignado como modernismo. El Romanticismo nació, copuló y se suicidó en el siglo XIX. Fue de vida breve, fue una bestia con las horas contadas, que deambuló entre sepulturas cerebrales, pisoteando cráneos, apeteciendo castillos en ruinas y lúgubres paisajes.
Hubo un tiempo en que los seres humanos fueron capaces de aceptar la muerte, como si se tratase de un amigo que nos visita cada veinte años. Hubo un tiempo real donde pudo el ser humano chorrear su espíritu sin mayor filtro ni dique; donde plegó sus entrañas al fresco viento de la locura y fue arrastrado a impensados puertos de libertad y creación carmínica, incontrolable, vampiresca.
El ser humano desgastó sus órganos, como si los sangrara, en el amor, en el sexo, en la letra, en cada reivindicación; cayó en cuenta de la materialidad y fugacidad de “todo esto” como diría Nicanor Parra.
El romántico reconoció el afán de fracaso que había en el simple hecho de respirar bajo un sistema que estira sus tentáculos hasta los rincones menos explorados de la realidad.
El romántico, reconoce que ha perdido sólo por el hecho de nacer.
Esta filosofía antipietista, lo transforma sin dudas en un animal melancólico. Sin embargo, también lo transforma en una fiera que ha perdido desde el umbral de la vida a sus cachorros y por ello el perder se transforma en un engranaje más de la existencia.
Si ya se ha perdido, siente el romántico, la muerte no es más que parte de ese paisaje lúgubre, ansiado. Se ha perdido, por eso mismo no se puede perder más, no se puede perder de forma peor, no hay nada que perder. Naciendo no se puede perder de manera más horrible.
Es menester entonces, arriesgar la cabeza, el pecho, las gónadas y el alma misma por sueños más elevados, por quimeras que funcionan como tábanos al sistema, se debe ir en busca de utopías, de independencias imposibles: la sangre debe ser vertida por mi propia mano o por la de otro que representa al Estado, al estereotipo, a la razón. Se debe luchar, porque ya se perdió.
Es el tiempo del Romanticismo fecundo para la configuración de seres apátridas, de voluntarios rufianes que revientan cada uno de los eslabones del cordón umbilical que los une al poder: el bandido, el pirata, el cura desertor, son sólo algunos miembros de la comunidad romántica, de aquellos seres que no tienen cabida (aunque tampoco lo intentan) en la realidad cerebroespinal de la cada sociedad. Goethe, Byron, Espronceda, Keats, Shelley, se batieron a fierro pelado en una Europa agotada, en un continente de eunucos materialistas.
En Latinoamérica los románticos le dieron duro a las independencias, más que a la letra. Por esas costras libertarias fueron, emancipando estrógenos, andrógenos y armas hechizas; América latina se hizo libre gracias al romántico.
Esto parece olvidado, ya que instaladas las naciones -ahora independientes-, se tornaba, casi de inmediato, a un equilibrio que no podía dar el Romanticismo. La razón ganaba por hocico al corazón.
No es de extrañar entonces, que el Romanticismo no tenga cabida en la realidad. Por el contrario, es necesaria una elipsis quijotesca en pos de la organización. Un Estado, un gobierno, un partido político, no pueden sobrevivir con románticos, pero sí lo puede hacer un club de barrio. Sí pueden sobrevivir en comunidades que no tengan mayor importancia para el poder, en agrupaciones de seres humanos compasivos y valientes, capaces de arriesgar más de lo prudente, capaces de posar sus cuellos en las guillotinas sistémicas, capaces de reventar los eslabones que lo atan a lo políticamente correcto, capaces de perder la cabeza.
Sí pueden sobrevivir en los comuneros mapuche románticos, aunque terroristas para el Estado Chileno.
Entonces, de la única forma “racional” que se puede entender una huelga que lleva casi dos meses, que ha desgastado 34 pechos, 34 hígados, 34 gargantas; de la única forma que se puede entender bien, es recordar que ellos ya han perdido demasiado. Decir tierras y recursos silvícolas es lo menor, han perdido dignidad, familiares en enfrentamientos, han perdido demasiado, no pueden perder más horriblemente de lo que ya han perdido.
He aquí cuando los seres humanos dejamos de apelar a nuestros dioses y nuestras leyes, a todo el imaginario intelectual, y comenzamos a invocar a nuestra alma, a nuestros rastrojos físicos y elevar las quimeras más valiosas, alzar las utopías más dolorosas para el poder: hay que arriesgarlo todo, porque ya se ha perdido, ya se perdió todo mucho antes.
Los comuneros representan a otros seres humanos que, como ellos, desde niños han visto perder a sus padres, han sido educados en la derrota, desde sus antepasados que vienen perdiéndolo todo, salvo ese gajo de rebelión que conlleva el alma. Ante este panorama, el Estado Chileno (racional y organizado), les tiene en los huesos.
Hasta el momento, son más de cien los huelguistas y quienes hacen un ayuno solidario, son más de cien románticos que arriesgan, en el día a día, el pellejo por ideales imposibles. Son más de cien personas, entre sacerdotes, profesionales, estudiantes y otros mapuche, que luchan, que entregan su cabeza por un bien superior, que están en contra de una ley absurda y digna de montajes comunicacionales, llamada Ley Antiterrorista.
Sin embargo, son 34 los soñadores que actualmente sí se rinden a la usanza romántica, porque saben que no hay nada que perder. Son 34 los comuneros que se rinden de la manera más noble, como los antiguos románticos: la manera de no rendirse jamás.
¿Buscando mártires y mesías, estimados?
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