Por Nibaldo Acero.
En los primeros tiempos de la civilización, la música y la literatura eran una sola pulpa y esqueleto. En la Grecia antigua no había un término para referirse a uno u otro arte por separado, era toda manifestación estética, no concreta, una expresión lírica. De ahí el arte lírico. Letra y sonoridad, palabra y vacío, fueron conformando una cultura cuyos vaivenes y especificaciones, definitivamente las distanciaron. La música quedó al margen del imaginario literario y viceversa.
Entonces, música y poesía a veces se abrazaron, a veces bebieron juntas, más de alguna vez tuvieron sexo, pero dejaron definitivamente de ser una misma cosa, en teoría. Sin embargo, este distanciamiento apenas es en la conceptualización académica. Los juglares del medioevo deambulaban por bosques y perdidos pueblos a través de su música que rememoraba versos, a viva voz, basados en hechos históricos y pequeñas fábulas locales, manejaban lo que hoy conocemos como la técnica de improvisación llamada rapping. Los textos de Neruda se hicieron zampoña, los de Machado, austeros e implacables salmos de lucha.
A través del tiempo la literatura vivió procesos revolucionarios, tal como los vivió la música. La poesía se hizo vanguardista, se hizo esperpéntica y luego ácida y terrorífica, tal como le sucedió a su maldita gemela. Juntas de la mano, estas artes maduraron con el acero de la realidad, ambas se afanaron en búsquedas místicas, oníricas y luego se enfrentaron al poder, cara a cara, sufriendo las consecuencias. Es común que las dictaduras persigan, torturen y aniquilen a sus artistas, mas prefieren hacerlo con los escritores y los cantautores, porque sienten que atacan a los machos alfa de la manada.
Separadas o no, música y literatura, conformaron en paralelo un escuadrón de asalto a la cultura, adelantando o vislumbrando lo que cada sociedad deberá vivir. La armonía que las une, no tiene que ver con la paz o el equilibrio de la materia, la armonía de cada una de ellas se enmarca en la anarquía intensa y sostenida, en la demolición del poder por el poder, y contraponen a ello, una creación desenfrenada y violenta para nuestra tradición.
Ambas se hicieron peligrosas y valientes con los soberbios, aunque misericordiosas con lo pequeño. Han vivido momentos de gloria y de postergación, de censura y de explosión. Han concebido hijos oscuros y luminosos, han sido madres de los himnos del hambre y la desesperanza. Han sido aullido. Han sido rock.
Sin Rimbaud no se concibe Jim Morrison, hasta en los gargajos se pueden hallar similitudes nucleicas. Sin Baudelaire Iron Maiden pierde el satánico derrotero, sin Bolaño no se concibe el power metal. Eminem no se concibe sin Quevedo. Sex Pistols no se concibe sin Epicuro, sin Houellebecq. Y aunque la atemporalidad sea la que fecunda esta teoría, no se engendra, en su límpida concepción, Motorhead sin Dostoievski, Pantera sin William Borroughs, Los Molotov sin Juan Rulfo, Truman Capote sin Billy Halley, David Bowie sin Pablo De Rokha, Kurt Cobain sin Mishima, y viceversa, Jaegger sin Hemingway, Los Beat sin los Commodores, Metallica sin Walt Withman, Slayer sin Salinger, Janis Joplin sin Alejandra Pizarnik.
Nietzsche, en toda su fresca y descomunal sensatez saca del baúl de los recuerdos un verso magnífico: Sin música la vida sería un error. Él, un escritor y filósofo alemán, da cuenta de lo imprescindible de la polifonía que deriva de la nada, de la labranza y de la experimentación del canto, venga de la selva, como decía Silvio, venga desde el infierno como propone ACDC, venga de un espíritu masacrado o sublime. Venga o vaya de o adonde sea.
Nosotros no podemos estar sin literatura, no podemos respirar sin rock, no podemos, pero tampoco lo intentamos. No concebimos una existencia sin coraje, sin pensamiento y sangre. El rock no es la filosofía del zombi que mueve las caderas, es la del encarcelado por sus ideas, es la del letrado que lanza piedras. El rock se nos escapó de las manos y avanza desbocado para estrellarse, concientemente, con el genuino espíritu humano, ese que requiere de un amor feroz, sanguinario, para sentirse vivo.
La potencia del rock puede encontrarse en un par de versos, donde los acordes los palpe nuestra iracunda reacción y entendimiento. Igual suerte corren los escritos poéticos, que chorrean más partituras que rimas. Seguirán siendo siamesas estas artes, trincheras de orgía con la muerte, de caos necesario, de letras con sabor a rebelión, de resistencia armónica (anárquica) y dionisíaca. Como buenas artes, continuarán rescatando las bestias que tenemos en la memoria de nuestra alma, permanecerán socavando en busca de nuestras pasiones más atormentadas y a través de catarsis brutales, nos harán mujeres y hombres capaces de sobrevivir a los cruentos sistemas, pregonando demonios, agitando nuestras negras molleras.
La vida sin metal pesada se haría
Sin el negro la vida sería de un rosado de horror
La insurrección es nuestro punk de cada día
Sin rock, la vida es un errock.
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